Cada día, a las tres de la tarde, Juan Garaizábal (Madrid, 1971) se desprende de la máscara y las gafas protectoras y sale a la carrera de su taller, ya sea el de la capital, el de Berlín o el de Miami, para dejar que una ducha se lleve la tonelada de polvo y restos de soldadura que lo recubre. El arte, a la escala en que él lo hace, no es una labor delicada, sino un trabajo duro, peligroso y que precisa de mucha gente. Ir al estudio es «como ir a la guerra», dice, y en la guerra se necesitan compañeros leales y se sufren heridas como la que hace poco le produjo una radial en la rodilla izquierda.
Podría haber escogido Garaizábal un camino más cómodo, pero cuando uno busca a toda costa un lenguaje propio corre el riesgo de encontrarlo. El artista conceptual y escultor se supo condenado más o menos en 2005, cuando participó en la Noche en Blanco de Bucarest. Su recorrido desde entonces se ha quintaesenciado en una retrospectiva de medio centenar de obras que acoge hasta el 22 de abril el espacio Ars Málaga, ubicado en el Palacio Episcopal de la ciudad andaluza.
La exposición, comisariada por Rafael Sierra, cuenta con el aliciente fundamental de poder contemplar una recreación del estudio del artista, su sala de experimentación con materiales y maquinaria diversa, junto a dos de sus proyectos completos, la materialización de esos esfuerzos híbridos entre arte y proceso industrial. Por razones de espacio, las instalaciones de escultura pública reunidas en Málaga son de las más pequeñas del creador madrileño.
Él es un habitual de los grandes formatos desde que descubrió en Bucarest que lo suyo era «auscultar el espectro de edificios que fueron y ya no son», como escribe Sierra en el catálogo, o en palabras del artista: «Buscar en las ciudades historias extraordinarias para ver si merece la pena reconstruirlas por medio de escultura, es decir, recuperar la memoria» de espacios desaparecidos cuya energía ha quedado suspendida allí como bolsas de gas bajo la tierra. En eso consistió su proyecto sucesivo de Memorias urbanas, como la dedicada a la iglesia berlinesa de Belén, destruida por los bombardeos de la II Guerra Mundial.
La exposición exhibe varios ejemplos de ese afán por resucitar lo ausente. Así, el proyecto para la extinta Estación Central de Chicago o la recuperación de un perdido cementerio veneciano a través de frases de los artistas que más lo frecuentaron: Ezra Pound, Amadeo Modigliani y nuestro Mariano Fortuny y Madrazo.
En Málaga importa mucho la propuesta de Garaizábal sobre la famosa catedral incompleta de la ciudad, La Manquita. Se trata de una escultura que el autor querría instalar «en una zona con perspectiva a la catedral, pero no arriba», en la torre que falta, dado que el templo, tal como es, posee en su opinión «una personalidad fantástica».
A Garaizábal le interesa especialmente que sus piezas públicas generen debate. «Busco despertar la preocupación de los ciudadanos por su ciudad: que digan que lo que propongo es irrelevante, pura cháchara, que esto sólo puede hacerlo un malagueño, o por el contrario que vean que las calles cobran vida con la escultura», explica durante el recorrido por la exposición.
El museo ofrece la posibilidad de contemplar diferentes direcciones del trabajo del escultor: objetos a escala 1:1, sugerencias de líneas y un poco de materia que la mente del espectador debe completar, juegos de luz, piezas que entrelazan materiales (madera, hormigón, acero) y multiplican así las texturas, a la manera de Brancusi, exploraciones en definitiva sobre «los objetos que encierran o no la condición de esculturas», reflexiona el artista.
En otra de las estancias se ha instalado la evocación que Garaizábal hace de la ciudad romana de Leptis Magna, en Libia, que visitó siendo adolescente y ahora emerge como fantasma y huella del pasado en una construcción que capta en toda su plenitud lo que él llama «la belleza de una ruina».
Además de obras escultóricas aisladas, la muestra alberga uno de los proyectos venideros del madrileño, que tiene esculturas públicas expuestas en Europa, Estados Unidos y Asia. Al estilo de El balcón de La Habana en Miami (y El balcón de Miami en La Habana), prepara una pieza que se emplazará en el malecón durante la Bienal de 2019.
Su máxima, en este y en todos los casos, es doble: usar «el mínimo material para transmitir el máximo de significado» y, en el caso del arte público, «tomar sólo el espacio común imprescindible».