Conforme progresan los estudios cosmológicos que buscan explicar el origen de la Luna, se consolida la hipótesis de que un cuerpo cuasiplanetario chocó con la Tierra en formación, hace cuatro millardos de años (un millardo equivale a mil millones), y que esto la escindió en dos cuerpos con una proporción de 1 a ¼. La mejor evidencia es el alejamiento de nuestro satélite, al ritmo de unos tres centímetros por año, lo cual implica que alguna vez estuvieron tan cerca que formaron un solo cuerpo.
La distancia media entre la Tierra y nuestro satélite es de 385 mil kilómetros. A la ridícula velocidad que podía alcanzar una nave terrestre en julio de 1969, significaba viajar unos diez días en una lata gobernada por una computadora con menos memoria que un celular actual. Así de descomunal fue aquel planteamiento del Apolo 11.
El 24 de diciembre de 1968, la misión número 8 del Programa Espacial Apolo de Estados Unidos circundó la Luna por primera vez y reveló fotos inauditas de su mítico lado oscuro. En sólo siete meses a partir de ese momento hubo otras dos misiones que circundaron el cuerpo celeste al que ya habían viajado literariamente Cyrano de Bergerac y Julio Verne, este último con verdadera clarividencia científica. No recuerdo bien cuál era mi grado de conciencia en esos días, pero sí el de mi ánimo cuando el Hombre —ya abundan quejas contra el patriarcado, por Dios— iba a descender y pisar la superficie lunar.
Primero fue el despegue que pondría en órbita el módulo lunar. Luego vendría el alunizaje y el culminante descenso de Neil Armstrong por la escalera, su primera pisada y la frase histórica que pronunció. Vino la foto clavando la bandera gringa “en nombre de toda la humanidad”, una conferencia con el presidente en turno, recoger piedras y moverse por un área determinada dando brinquitos tipo canguro con neuritis.
Mi corta edad me acendró la idea, predominante en la época, de que el futuro estaba más vivo que nunca. Haber llegado a la Luna era la garantía más fehaciente de que la modernidad iba en el carril de alta. Mi generación fue quizá la primera y única que pudo creer que, al llegar a la edad adulta, ser astronauta podía resultar algo factible, real, para nada un sueño guajiro extraído de un cómic.
Armstrong tenía 38 años cuando pisó la arena lunar. Yo tendría 38 en el año 2000, fecha señalada como la glorificación del futuro: los coches iban a volar, el Concord era el primogénito de aviones que irían al espacio como a la panadería, la medicina nos haría inmortales, entraríamos en contacto con civilizaciones alienígenas. Sería el antes y después de la historia humana, superior en importancia a la del planeta. Fui uno de miles o millones de herederos incondicionales de una promesa que no se iba a cumplir. Por alguna razón, recuerdo más o menos bien las voces de Jacobo Zabludovsky, Miguel Alemán y el olvidado Ken Smith mientras narraban su crónica histórica; diez años después ya se sentía ingenua.
Es entre extraño e incómodo recordar lo que uno presenció cincuenta años atrás, sobre todo si hablamos de un hito comparable con el descubrimiento de América hace 500 años y cacho. Me explico. Poco antes de llegar al quinto piso reparé en que podía dar un testimonio vívido de lo que es medio siglo visto desde los asombros del Renacimiento o quizá la Ilustración. Había vivido uno de los momentos de mayor vértigo de la historia humana y qué fácil, concebible, me pareció multiplicar por dos y verme al final del Porfiriato; por cuatro, cuando las guerras napoleónicas y nuestra independencia estaban a la vuelta; nueve veces medio siglo me acercaban a una tertulia imposible con Quevedo, Cervantes, Lope y Góngora, o con Shakespeare y Marlowe. Un milenio era todavía más pequeño, desde luego. Al mismo tiempo, sin embargo, cincuenta o sesenta años son la eternidad que me separa de Huxley, Orwell, el Bradbury joven y otros titanes de la mal llamada ciencia ficción (cuyo significado literal la ajusta con total exactitud al concepto anglosajón original de ficción científica), la cual ha sido desastrosa al concebir las utopías seudocientíficas y, peor, seudoliterarias en lengua española. Y es que el universo hispano no tuvo proximidad con la tecnología.
“Quizá fue Isaac Asimov quien señaló que contar con la Luna marca una condición excepcional para que una civilización trascienda su propia planetariedad. Una especie de ventaja en forma de trampolín”.
De modo que cincuenta años pueden servirme con esplendidez como unidad de medida para la conmemoración este año de la llegada humana a la Luna.
No se puede obviar el hecho de que la década de los sesenta, en materia espacial, fue el marco de una absurda carrera tecnológica entre las dos grandes potencias enfrascadas en una Guerra Fría de dilapidación económica, pero también cultural. Había un auge de las televisoras basado en una cobertura aplastante de la carrera espacial de parte de Occidente. Esto ocurría por encima de la castrada información soviética que logró ocultar durante muchos años que su programa espacial fracasó a finales de los años sesenta. Un accidente descomunal acabó con su capacidad de competencia cuando la tecnología de los cohetes Soyuz se colapsó en un lanzamiento crucial.
El proyecto Apolo sumó otras seis anodinas misiones exitosas, con la excepción del muy emotivo Apolo 13 que fue como de película de Hollywood (reconstruida con inexplicable solvencia por el mediocre Ron Howard) y tuvo en vilo a la especie humana durante unos días, con desenlace feliz. Sucedió en abril de 1970. La misión Apolo 17 convenció a los pocos entusiastas restantes de que ir a la Luna a recoger piedras era demasiado costoso y la aventura intersatelital recibió una eutanasia seguramente justificada, aunque sirvió para el desarrollo estratégico de los transportadores, las estaciones en órbita, los telescopios y no olvidemos la Guerra de las Galaxias de Reagan, que reventó la economía soviética.
Me cuesta precisar cuánto tiempo transcurrió para que surgieran y se volvieran llamativos los cuestiona-mientos del viaje a la Luna y qué significan, pero estoy seguro de que hablan mucho de nuestra especie y de la obsesión actual con las fake news. ¿Debemos suponer que, de haber existido los celulares en 1969, nadie pondría en duda la hazaña si Aldrin y Armstrong se hubieran tomado una selfie?
No recuerdo tal escepticismo antes de los años ochenta, cuando los videos cobraron enorme trascendencia. La aplastante influencia de YouTube me hizo indudable que la aseveración de la falsedad del viaje a la Luna era y es una creencia que aumentó exponencialmente de los años noventa a la actualidad, luego de la explosión del Challenger a segundos de su despegue, en 1986. La desconfianza general se gestó y nutrió con las guerras de Corea y Vietnam, Watergate, Irán-contras, Chernobyl, Irak 1 y 2, la caída del muro de Berlín, el 9-11, el colapso financiero de 2008. Basados en el morbo propio de la ignorancia, es decir, del amarillismo, los agoreros del mundo convencieron a la Generación X, a los hipsters y los milenials, víctimas propiciatorias, de que hay conspiraciones hasta por parte de nuestras sombras (a ellos les recomiendo ver el minidocumental registrado en www.youtube.com/watch?v=DqaNOm08A44). Tienen motivos, pero no razón.
Quizá fue Isaac Asimov quien señaló que contar con la Luna marca una condición del todo excepcional para que una civilización trascienda su propia planetariedad. Una especie de ventaja en forma de trampolín con el que no cuenta la mayoría de planetas del sistema solar para salir de su continente corpóreo. Este factor suma a la paradoja de Fermi, la cual se cuestiona por qué, en un universo tan vasto y con altas probabilidades de vida inteligente, ninguna civilización nos ha contactado.
Ahora contemplamos de nuevo el satélite terrestre como epígono del primer gran salto interplanetario tripulado a Marte, a la vez que se planifica explotar los calculados recursos minerales que guarda.
Quiero enfatizar que la conspiracionitis podría aportar virtudes creativas si sus supuestos fueran convertidos en ficción científica. Lo anterior me conduce a una inevitable valoración de la Luna como tema fílmico y no negaré que Space Odyssey, de Kubrick, se erige como la cumbre, si bien no me fascina. Lo digo porque la aparición del monolito en la Lu-na contrasta de manera apabullante con la fallida —por obvia— secuencia inicial de los ¿australopitecos? Se muestran como animalitos silvestres de bondad natural hasta que la barra horizontal, como una antivacuna, les inocula maldad y se desgracian a femurazos y humerazos.
La interpretación conspirativa que involucra a Kubrick es muy perniciosa porque ha nutrido bien a los conspiranoicos. Cuando le mencionaban el asunto, don Stanley se ponía de mal humor y nunca se rebajó a contestar preguntas al respecto. Por su parte, su hija no se ha cansado de desmentir que el director, hombre ético, jamás hubiera participado en semejante fraude. No recuerdo si lo dijo el productor de Odisea del espacio, pero existe una espléndida respuesta, que quiero reivindicar como la mejor que he conocido sobre el tema: es obvio que la llegada a la Luna fue un montaje para el que Hollywood y el gobierno de Nixon no repararon en gastos. En consecuencia, contrataron al mejor director del mundo, alguien que pudiera elaborar el engaño, sólo que resultó el mayor perfeccionista y aceptó con la condición de que le financiaran el montaje infalible: un viaje a la Luna auténtico, cuidando el más ínfimo detalle.
Otra gran película es The Right Stuff, en la que el protagonista (Sam Shepard) es la estrella del equipo de pilotos de pruebas que eligió la NASA para tripular las cápsulas que circundaban la Tierra, en este caso, el Mercury 7. Mencionar esta obra de Philip Kaufman, de 1983, conduce inevitablemente a evocar la maravillosa comedia de Clint Eastwood, Space Cowboys, tan anticlimática como lo mejor que ha dirigido el último cineasta titánico.
Pregunto a gente menor de cuarenta años si cree que la Misión Apolo fue un engaño y la mayoría responde que sí con expresión de “¡por favor!, ¿qué usted no?”. Encuentro un aprendizaje trascendente en esta manifestación de una brecha generacional y me pregunto: ¿quién vive en la Luna al final de esta segunda década del siglo XXI: ellos o yo? Temo que hay que decirles a los chicos: “Houston, we have a problem”.
En conversación con un amigo reconocido como una de las grandes mentes que analizan la historia mundial, opiné de pasada sobre los viajes al espacio. Él se declaró convencido de que la llegada a la Luna fue un montaje. Le pregunté en qué se basaba, me habló de las explicaciones de varios científicos rusos: que el descenso vertical de una nave era imposible porque, a falta de atmósfera, no se podía desacelerar hasta casi cero para descender en línea recta; era físicamente imposible y estaba probado. Mi primer impulso fue hablarle de la inercia y de cómo se puede controlar, pero no soy físico. Sí lo inquieté cuando referí los aviones caza ingleses que despegan y aterrizan de forma vertical; luego me fui a mi casa a buscar en YouTube los videos de los científicos rusos. Di con ellos, aunque con dificultad, porque son de principios de los años setenta. Sólo pude unir un par de hilos: el gran historiador que es mi amigo nació y vivió su primera adolescencia en Alemania Oriental. Es un poco mayor que yo, así que apreciamos de forma muy distinta, en la infancia, un mismo fenómeno que casi es la última epopeya humana después de la conquista de Tenochtitlán, cuando nacía esta que llamamos era de la información.
Apunto el dato de mayor trascendencia que nos dejó el Apolo 11 a quienes atestiguamos la misión lunar: ha sido hasta hoy, cierta o truqueada, la primera y única ocasión en que nuestra especie pudo observarse a sí misma a través de la mirada de tres individuos. El hecho nos hizo sentir, más que pensar, que todos somos el mismo. Es simple filosofía. Ese día creímos que en verdad teníamos futuro. Hoy lo dudamos porque en el extremo opuesto de aquellas horas del domingo 20 de julio de 1969 —un rato que nos igualó más que cualquier Navidad, excepto la de Dickens—, los engaños de la vida real nos hacen temer unos de otros y cumplimos la odiosa idea del nefasto Sartre sobre el infierno. Henos en una Luna pinkfloydiana.