La historia y la prosa

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En La Invención de México, Héctor Aguilar Camín ha reunido una serie de ensayos, conferencias y reflexiones que en los últimos años han circulado con éxito notable, bajo el vértigo de una prosa siempre resplandeciente.

Se trata, para efectos de fortalecer el acervo de las nuevas generaciones de lectores, de un epígono central de la generación que, en términos temporales, le antecede la de Carlos Fuentes, caudillo mayor de las letras mexicanas, quien en Geografía de la Novela (Fondo de Cultura Económica, 1993), saludaba a la ya para entonces admirada vertiente novelística del autor de La Guerra de Galio, monumental obra a la que le seguirán, entre otras: Un soplo en el río, Historias conversadas, El error de la luna o El resplandor de la madera, sin excluir la monumental Adiós a los padres o la electrizante Toda la vida.

Escribe Carlos Fuentes: “Atribuyo a Héctor Aguilar Camín, uno de los más inteligentes escritores mexicanos de la generación que sigue a la mía, talento de sobra” (p.89).

El talento que Fuentes reconocía ya en el lejano 1993 al escritor quintanarroense, había recorrido, ya para ese entonces, los sinuosos caminos de la indagación histórica en La Frontera Nómada, la tesis doctoral de Aguilar Camín que en su momento sustentó ante el sínodo que le asignara su casa académica; una novela legible de un solo tirón: Morir en el Golfo, cuyas referencias a Veracruz causaron en su momento más de una especulación o el registro puntual que de la vida pública  había ya realizado en diversos diarios de la ciudad de México.

Quince años después de aquel elogio certero de Fuentes, el autor de la columna Día con día en Milenio Diario, como antes Compuerta en los cuadernos de Nexos, la revista que dirige nuevamente o la efímera Esquina en el hebdomadario Proceso, publicó, dentro de la colección Biblioteca Héctor Aguilar Camín que edita Planeta, La Invención de México, a la que se añade un subtítulo: Historia y Cultura Política de México 1810-1910.

Para quienes han seguido de cerca el trabajo caminiano, este libro es un reencuentro con otros como Subversiones Silenciosas, Después del Milagro o La ceniza y la semilla así como los escritos a dos manos, en su momento, con Lorenzo Meyer o Jorge Castañeda. Lectores de primera hora encontrarán en La Invención de México, el riguroso y claro análisis de las vicisitudes que en los  últimos años han colmado lo mismo las carencias que los avances de nuestra vida pública, valiéndose para ello de la historia, de una historia como oferente de lecciones para el futuro bajo el halo protector de la visión que sobre su presente, esto es, nuestro pasado, pudieron tener, por ejemplo, Lucas Alamán o José María Luis Mora.

Este Anaquel, que hoy se nos ha puesto histórico, considera prudente evidenciar un par de elementos que no por explícitos en el texto, han de dejarse de lado.

Un primer elemento es el tributo de admiración del autor para don Edmundo O’Gorman, un abogado litigante que se dedicó a estudiar Historia porque le gustaban mucho las ideas y las mujeres, lo que demuestra, entre otras cosas, que el buen gusto y el mejor humor no están reñidos con la posibilidad de ser seducido, en buena hora, por las pulsiones de la historia.

Subyace a la admiración por O’Gorman un reconocimiento implícito en el texto y en las menciones que a éste se hacen: no sólo es maestro el que imparte conocimientos en un aula; como tampoco lo es quien por las causas que fueren se incorpora eventualmente a esa práctica.

Aguilar Camín reconoce en O’Gorman la enorme condición de maestro en al menos dos sentidos: en tanto experiencia de vida, lo que supone una cercanía con el personaje y adicionalmente, por vía de la obra publicada, lo que supone un doble abrevar del magisterio ogormaniano. No se precisa coincidir con el personaje en el aula para que sea maestro, se enseña lo mismo desde la cátedra, la plática de sobremesa o la obra publicada. O´Gorman, como el Quevedo antologado por Borges y Bioy, está, por la vía del opus caminiano, entre nosotros.

El tributo de admiración a O’Gorman, habría encontrado también una forma literaria en La Guerra de Galio, cuando el maestro visitado por esa perfecta ensoñación llamada Oralia Ventura decide reconstruir, con paciencia de orfebre, los papeles de “ese desperdicio llamado Vigil”. Igualmente y esto es mera suposición del autor de estos renglones, el maestro habría encontrado también forma literaria, en la admirable pedagogía, en todos sentidos, de Justo Adriano Alemán, personaje central, irrepetible y entrañable de Las mujeres de Adriano, ese historiador que lo mismo es protagonista de épicos amores que autor de libros celebérrimos.

Un segundo elemento cuyo jaez no requiere mayores hipérboles es la vigorosa docencia caminiana que lo mismo se recrea en la historia o la política que somete a la lupa del analista social, los tonos y el sentido de la ley o las costumbres. De ello da cumplida cuenta el autor a lo largo de las más de doscientas páginas que contienen al texto.

Sirva también este libro y sus ensayos para asistir al puntual proceso de desagregación y reconstrucción de una historia patria que a veces maniquea y otras broncínea, ha sido introducida desde hace muchos años en las moldeables testas infantiles “como una de esas extrañas cosas que les pasan a los niños, junto con los cuentos de hadas y los terrores nocturnos” (p. 61).

Se ha enseñado una historia patria que se refocila en el recuento orgulloso de los muertos que la Revolución Mexicana introdujo como lúgubre aluvión en el sangriento río que entre 1910-1920, se dice, ayudó a formar la nación que llamamos México y como la negación de la existencia de una primera elite y el intento, fructífero por lo demás, de canonizar con mentiras fundadoras –acaso piadosas pero nunca inocentes— la sublevación de Hidalgo, el aire jacobino de nuestros liberales de cabecea, el espíritu reivindicatorio de Zapata o el desprecio con que Villa pareció mirar siempre la vida de los demás relegando a un segundo plano, apenas como inevitable complemento, las menciones, como al paso, de Santa Anna, Iturbide, y en la medida que son estrictamente necesarios: Carranza, Obregón, Calles, que son, en no pocos sentidos, padres fundadores aunque en la “materia constituyente de la historia (…) no hay (…) nada definitivo, ni nada absolutamente comprobable” (p.15).

Todos, liberales o no, revolucionarios o no, fueron moldeados con la misma arcilla y todos obligados a actuar en su hora; ninguno es ángel pero tampoco demonio por más que en el elenco de la historia patria, por años, se le haya colocado a unos en el umbral de los cielos y a otros en último de los infiernos.

El libro al que hoy se acerca este Anaquel es también la posibilidad de reencontrarse, amorosamente, vale decir, sabinescamente, con la historia; con la materia misma que nutre las cosas. Con la historia como proceso de incesante acumulación de sucesos, transformaciones, percepciones, ideas y opiniones que a diferencia de los hechos, no son definitivas. Es dar cuenta del constante cambio, a veces lento, a veces fluido, no pocas veces desesperante, de hábitos, ideas, costumbres colectivas e individuales, o sea, el núcleo duro de la materia prima de que se nutre La Invención de México de Héctor Aguilar Camín, el periodista, el historiador, el escritor, el maestro. La Invención de México, ocupa desde ya buen rato el sitio que a toda lectura imprescindible se recomienda: el de la cercanía. (Héctor Aguilar Camín, La invención de México, (Historia y cultura política de México 1810-1910), Editorial Planeta Mexicana, 2008, 214 pp.).

Columna de Omar González