La perla más grande del mundo

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La playa era arena amarilla, pero al llegar al borde del agua gravilla de conchas y algas ocupaba su sitio. Cangrejos violinistas hacían burbujas y chapoteaban en sus hoyos de arena, y en las zonas poco profundas pequeñas langostas entraban y salían de sus casitas en la grava y la arena. El fondo del mar estaba lleno de cosas que se arrastraban y flotaban y crecían. Las algas de color marrón se mecían en las corrientes dóciles, la zostera marina verde se mecía de un lado a otro y los caballitos de mar mordisqueaban sus tallos. El pez globo habitaba en el fondo, en los lechos de zostera marina, y los cangrejos de color brillante retozaban y nadaban sobre estos.

En la playa, los perros y los cerdos hambrientos del pueblo buscaban sin cesar un pez o un pájaro muerto que pudiera haber arrastrado la marea.

Aunque la mañana era joven, el resplandor del sol estaba en lo alto. El aire incierto que magnificaba algunas cosas y obstruía otras flotaba sobre el Golfo, de modo que todos los ángulos parecían irreales y no se podía confiar en la visión; así que el mar y la tierra tenían la aguda claridad y la vaguedad de un sueño. Por tanto, podía ser que la gente del Golfo confiara en las cosas del espíritu y de la imaginación, pero no confiaba en que sus ojos les mostraran la distancia o un claro contorno o cualquier exactitud óptica. Al otro lado del estuario, mirando desde el pueblo, una sección de mangles aparecía clara y telescópicamente definida, mientras que otro manglar se asemejaba a un bulto nebuloso de color verdinegro. Parte de la costa lejana desaparecía en un riel que parecía agua. No había ninguna certidumbre en el hecho de mirar, ninguna prueba de que lo que veías estaba o no estaba ahí. Y la gente del Golfo esperaba que en todos lados fuera igual, y no era extraño para ellos. Un haz de luz cobriza estaba suspendido sobre el agua, y el sol caluroso de la mañana caía sobre ella y la hacía vibrar ciegamente.

Las chozas de los pescadores estaban cerca de la playa, a la derecha del pueblo, y las canoas se aseguraban enfrente de esta área.

“Aplicó el emplasto en el hombro hinchado del bebé, un remedio tan bueno como cualquier otro… Los calambres en el estómago no se habían presentado en Coyotito. Tal vez Juana había extraído el veneno a tiempo”.

Kino y Juana se aproximaron lentamente a la playa, rumbo a la canoa de Kino, que era lo único de valor que tenía en el mundo. Era muy vieja. El abuelo la había traído de Nayarit y se la había dado a su hijo, y así había pasado a Kino. Era a un tiempo propiedad y fuente de alimento, porque un hombre con un bote puede asegurarle a una mujer que tendrá qué comer. Es un bastión contra el hambre. Y cada año Kino retocaba su canoa con yeso nacarado, siguiendo el método secreto que había aprendido de su padre. Esta vez llegó a la canoa y tocó tiernamente la proa, como siempre lo hacía. Dispuso su piedra de bucear y su canasta y las cuerdas que sujetaban ambas cosas en la arena, al lado de la canoa. Kino dobló su manta y la puso en la proa.

Juana colocó a Coyotito sobre la manta, y le puso su chal encima para que el sol no brillara sobre él. Ahora estaba tranquilo, pero la hinchazón de su hombro se había extendido a su cuello y debajo de su oreja, y su cara estaba roja y febril. Juana se metió en el agua y la agitó con sus manos. Juntó alga marina e hizo con ella un emplasto, aplanado y húmedo, y lo aplicó en el hombro hinchado del bebé, un remedio tan bueno como cualquier otro y seguramente mejor que el que el médico hubiera podido hacer. Pero el remedio no tenía la autoridad del médico, porque era sencillo y no tenía costo. Los calambres en el estómago no se habían presentado en Coyotito. Tal vez Juana había extraído el venen  o a tiempo, pero no había extraído la preocupación que sentía por su primogénito. Juana no había rezado por la recuperación del bebé —había rezado porque encontraran una perla con la cual pagar los servicios del médico para curar al bebé, porque la mente de la gente del pueblo es tan ilusa como el resplandor del Golfo.

Kino y Juana empujaron la canoa playa abajo, hacia el mar, y cuando la proa estuvo a flote, Juana abordó la canoa, mientras Kino empujaba la popa y nadaba a un costado, hasta que la embarcación flotó ligeramente y se estremeció con el incipiente rompimiento de las olas. Lado a lado, Juana y Kino dirigieron sus remos de doble pala mar adentro, y la canoa sorteó el agua y silbó con velocidad. Los otros pescadores de perlas habían salido hacía mucho. Pasaron unos momentos antes de que Kino pudiera verlos, reunidos bajo el resplandor, maniobrando sobre el ostrero.

La luz se filtraba a través del agua de la superficie hasta iluminar el lecho, donde ostras escaroladas con sus perlas estaban adheridas al fondo resquebrajado, un fondo repleto de conchas rotas, abiertas. Éste era el lecho que le había dado al Rey de España gran poder en Europa en tiempos pasados, había contribuido a financiar sus guerras y había decorado las iglesias por el bienestar de su alma. Las ostras grises con sus volantes en los labios de las conchas, las de costra de percebe con flequillos de alga colgando de los faldones y cangrejos diminutos subiendo por ellos. Un accidente podía ocurrirles a estas ostras, un grano de arena podía introducirse en los pliegues del músculo e irritar la carne hasta que, para protegerse a sí misma, la carne envolviera el grano con una capa de tejido suave. Pero una vez comenzado el proceso, la carne seguiría envolviendo el cuerpo extraño hasta dejarlo salir, liberado a una corriente repentina, o hasta que la ostra fuera destruida por completo. Durante siglos los hombres habían buceado y roto las ostras de los lechos y dejado las conchas abiertas en busca de los granos de arena cubiertos. Cardúmenes vivían cerca del lecho para estar cerca de las ostras desechadas por los pescadores y para mordisquear el resplandeciente interior de las conchas. Pero las perlas eran accidentes, y encontrar una perla era cuestión de suerte, una palmada de Dios, o de los dioses, o de ambos, en la espalda.

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Kino tenía dos cuerdas, una atada a una piedra pesada y otra a una canasta. Se quitó la camisa y los pantalones y dejó su sombrero en el fondo de la canoa. El agua estaba ligeramente aceitosa. Con una mano agarró la piedra y con la otra la canasta, y deslizó los pies por la borda y la roca lo llevó hasta el fondo. Las burbujas se elevaron a uno de sus costados hasta que el agua se aclaró y pudo ver. Arriba, la superficie del agua era un espejo ondulante hecho de brillo, y podía ver las quillas de las canoas fijarse a través de él.

Kino maniobró con cuidado para evitar que el agua se oscureciera con barro o arena. Ensartó su pie en el nudo de su roca y sus manos trabajaron con destreza, liberando las ostras, algunas sueltas, otras en racimos. Las iba poniendo en su canasta. En algunos puntos las ostras estaban pegadas entre sí, de suerte que salían por montones.

Para entonces, el pueblo de Kino había cantado todo lo que había sido o existido. Habían compuesto canciones a los peces, al mar embravecido y al mar tranquilo, a la luz y a la oscuridad, al sol y a la luna, y todas las canciones estaban en Kino y en su pueblo —cada canción que se hubiera compuesto, incluso aquellas olvidadas. Y a medida que llenaba su canasta la canción estaba en Kino, y el ritmo de la canción era su corazón batiente a medida que éste se alimentaba del oxígeno contenido en su respiración, y la melodía de la canción era el agua gris verdosa y los pequeños animales escurridizos y los cúmulos de peces que pasaban rápidamente y se iban. Pero en la canción había una cancioncita secreta interna, apenas audible, pero que siempre estaba ahí, dulce, secreta y persistente, casi oculta en la contramelodía, y ésta era la Canción de la Perla que podría ser, porque cada concha puesta en la canasta podría contener una perla. El azar estaba en contra, pero la fortuna y los dioses podrían estar a favor. Y en la canoa arriba de él, Kino sabía que Juana estaba rezando una plegaria mágica, la cara inconmovible y sus músculos tensos para forzar a la fortuna, para propiciar que la fortuna se desprendiera de las manos de los dioses, porque ella necesitaba a la fortuna de su lado para sanar el hombro inflamado de Coyotito. Y porque la necesidad y el deseo eran grandes, la pequeña y secreta melodía de la perla que podría ser resonaba más fuerte esa mañana. Frases enteras de ella se escuchaban clara y suavemente en la Canción de la Profundidad Marina.

Kino, debido a su orgullo, juventud y fortaleza, podía permanecer abajo alrededor de dos minutos sin forzarse, así que trabajaba a sus anchas, seleccionando las conchas más grandes. Como se las molestaba, las conchas de las ostras estaban bien cerradas. A su derecha había un montículo de roca desastrada, cubierto de ostras jóvenes que aún no estaban listas para su recolección. Kino se movió cerca del montículo, y luego, a uno de sus lados, debajo de una pequeña saliente, vio una ostra muy grande que estaba sola, al margen de sus hermanas apegadas. La concha estaba parcialmente abierta, porque la saliente protegía a esta vieja ostra, y en el labio Kino vio un destello fantasmal, y luego la ostra se cerró. Su corazón latió a un ritmo fuerte y la melodía de la perla que podría ser resonaba con fuerza en sus oídos. Poco a poco liberó la ostra y la sostuvo apretada contra su pecho. Dio una patada para soltar su pie del lazo de la roca, y su cuerpo se elevó a la superficie y su cabello negro brilló con la luz del sol. Alcanzó un borde de la canoa y depositó la ostra en el fondo.

“Kino sabía que Juana estaba rezando una plegaria mágica, LA CARA INCONMOVIBLE Y sus músculos tensos para forzar A la fortuna… LA necesitaba de su lado para sanar el hombro de Coyotito”.

Juana equilibró el bote mientras él subía. Sus ojos estaban encendidos con la excitación, pero con calma jaló la roca, y luego jaló la canasta de las ostras y la puso junto a él. Juana percibió su excitación y pretendió no darse cuenta. No es bueno querer demasiado una cosa. A veces esto aleja la buena fortuna. Debes quererla sólo lo suficiente, y debes tener mucho tacto con Dios o los dioses. Pero a Juana se le contuvo la respiración. Resueltamente, Kino sacó su cuchillo corto. Miró expectante a la canasta. Tal vez sería mejor abrir la ostra al final. Tomó una pequeña ostra de la canasta, cortó el músculo, buscó en los pliegues de la carne y la arrojó al agua. Entonces, fue como ver la gran ostra por primera vez. Se acuclilló en el fondo de la canoa, levantó la ostra y la examinó. Los pliegues tenían un brillo que iba del negro al marrón, y sólo unos cuantos y pequeños percebes estaban adheridos a la concha. Ahora Kino estaba renuente a abrirla. Lo que vio en el fondo del mar —lo sabía— pudo haber sido un reflejo, un pedazo de concha que hubiera flotado hasta allí o una mera ilusión. En este golfo de luz incierta había más ilusiones que realidades.

Pero los ojos de Juana estaban puestos en él y no podía esperar más. Puso su mano sobre la cabeza cubierta de Coyotito.

—Ábrela —dijo con suavidad.

Kino deslizó con destreza su cuchillo por el filo de la concha. A través del cuchillo pudo sentir cómo se endurecía el músculo. Inclinó la hoja con maña, el músculo se abrió y la concha se partió. El labio se inconformó y terminó por ceder. Kino levantó la carne, y allí estaba, la gran perla, perfecta como la luna. La perla capturó la luz, la asimiló y la devolvió en una incandescencia plateada. Era tan grande como un huevo de gaviota. Era la perla más grande del mundo.

Juana contuvo la respiración y gimió un poco. Y para Kino, la secreta melodía de la perla que podría ser irrumpió clara y hermosa, rica, tibia y adorable, brillante, exultante y victoriosa. En la superficie de la gran perla pudo ver formas de ensueño. Tomó la perla de la carne agonizante y la sostuvo en la palma de su mano, le dio la vuelta y vio que su curva era perfecta. Juana se acercó para admirarla en su mano, y era la mano que había aplastado contra la puerta del doctor, y la carne magullada de los nudillos se había tornado de un blanco grisáceo por el agua del mar. Instintivamente, Juana fue a donde Coyotito yacía, en la manta de su padre. Levantó el emplasto de alga y vio el hombro.

—¡Kino! —gritó con voz aguda.

Kino quitó sus ojos de la perla, y vio que la hinchazón estaba desapareciendo del hombro del bebé, el veneno estaba retirándose de su cuerpo. El puño de Kino se cerró sobre la perla y su emoción irrumpió en él. Kino echó su cabeza atrás y aulló. Sus ojos dieron vueltas y gritó, y su cuerpo estaba rígido. Los hombres de las otras canoas lo miraron, se quedaron pensativos y luego hincaron sus remos en el mar y se apresuraron hacia la canoa de Kino.