La noche es un misterio eterno. Inunda, devora, marca, legitima, castiga, roba, ennoblece, premia, arroba; habla a gritos o entre susurros; se evapora en la voluta de humo que desprende un cigarrillo y nada como un pez cuadriculado, transparente, brevísimo cubo de hielo que se desvanece sumergido en el whisky, el ron o la ginebra. Quienes alguna vez oficiaron el rito de la nocturnidad saben de sus goces y acaso sepan o hayan sabido de sus riesgos.
De la noche que no será nunca más de nuevo esa misma noche que el día desquebrajó para siempre la mañana del 19 de septiembre de 1985, ha escrito con pasión y elegancia José Luis Martínez S. (Ciudad de México, 1955). Martínez, como se sabe, presenta La tinta y la imagen en Milenio, edita el suplemento cultural Laberinto y escribe la columna El Santo Oficio también para Milenio; su oficio, dígase de una vez, no requiere mayores hipérboles.
Pero si bien es cierto que La Noche, así con mayúsculas es el eje visible de El día que cambio la noche (Memorias de un noctámbulo en la Ciudad de México), no menos cierto es que junto a ese mismo eje, se instaura el de la amistad y la admiración por Vicente Ortega Colunga, nombre mítico del mundo periodístico mexicano. Bajo su guía, Martínez se adentró no solamente en la noche sino en una forma del ejercicio periodístico que suma al placer de ésta, el del trabajo en la redacción y sus muchas responsabilidades.
Al mismo tiempo, hay también un canto melancólico y acaso desesperado por las deslumbrantes bellezas de Mora Escudero, La Princesa Lea, Mara Maru, Rossy Mendoza, Lyn May, Mayra Rey, Olga Breeskin… Cualquier mexicano mayor de 50 años que diga que no las vio alguna vez en el cine, las revistas o en la televisión, miente rotundamente. Como miente también quien estando en ese rango niegue haber ojeado, comprado o revisado a escondidas Su Otro Yo en alguna peluquería de las de antes, de esas que poco a poco dejan de existir. Miente también quien niegue haber guardado entre las páginas de un libro o en su libreta de aritmética, las sinuosas formas femeninas que la fotografía inmortaliza.
Martínez, en todos los casos, tuvo la oportunidad de acercarse a ellas, las bellezas de la noche, para en plan profesional platicar, entrevistarlas, atisbar sus presentaciones tras bastidores o en la mesa de algún centro nocturno; para sentirse, como señala en algún momento de El día que cambió la noche parte de una familia de faranduleros que hicieron historia como el mítico Borolas que por buen nombre llevaba el de Joaquín García, el famoso Motorcito del no menos famoso programa televisivo de María Victoria.
O en su caso, de un José-José pleno todavía de voz presentándose en El Patio; de lugares que solamente preserva ya la memoria periodística y literaria vigente en el texto de Martínez; de la música de Pepe Arévalo, del Waikiki, de Los Infiernos; del talento artístico del fotógrafo de la noche, Jesús Magaña; de Acerina y su danzonera, de las marquesinas rutilantes, llenas de estrellas en todos sentidos; de las avenidas iluminadas con neón y arbotantes, del recuerdo inolvidable para Martínez y para quienes junto con él lo hayan vivido, de vedettes, cantantes, orquestas. Voces como la de Fernando Fernández p Lupita Palomera, imposibles de volver a encontrar en este tiempo vacío.
Nada, o acaso menos que nada sobrevive de ese México que sin concesiones de ninguna especie se murió cuando el reloj marcaba las 7 de la mañana con 19 minutos de ese 19 de septiembre de 1985 en que por última vez el público pudo escuchar Batas, pijamas y pantuflas conducido por Sergio Rod y Gustavo Armando Calderón –un excelente comentarista de fútbol, dueño de una voz elegante y una dicción precisa, como la de Rod— el programa radial que por esas cosas que forman parte de la lógica de lo impensado se escuchaba en parte del interior de la república, hasta ese día…
La nostalgia y la melancolía son formas propias de la belleza en la literatura. José Luis Martínez ha encontrado en esas formas la mejor manera de hacer periodismo, esto es, literatura y, al mismo tiempo, en un logrado cruce de géneros, oficiar como guía hacia un pasado donde la noche, la amistad y la evocación de un Cardenal de ésta y del periodismo como Vicente Ortega Colunga vuelven al propio Martínez en Cardenal de la noche de sus lectores.
No está de más enfatizar lo siguiente: No es un libro y mucho menos un libro más; es El Libro, así con mayúsculas, sobre la noche que fue y que ya no será nunca más en una ciudad y un país que alguna vez fueron y muy probablemente ya nunca más vuelvan a ser. Por fortuna, para avivar la llama de la nostalgia y la melancolía, extrañas formas de la belleza, tenemos a la mano este libro. (José Luis Martínez S., El día que cambió la noche (Memorias de un noctámbulo en la Ciudad de México), Grijalbo, México, 2016, 191 pp.).
Columna Anaquel de Omar González