Nueva visita a “La guerra de Galio”
Por Omar González-García
Para Luz, solidariamente.
Entre marzo y mayo de 1991, La guerra de Galio alcanzó tres ediciones; poseo uno de los tres mil ejemplares de la tercera edición que, más sobrantes para reposición como dice su pie legal, se terminaron de imprimir en los talleres de Multidiseño Gráfico en San Jerónimo Lídice, en la ciudad de México.
Valga lo anterior para decir que he regresado por estos días a La guerra de Galio de Héctor Aguilar Camín (Quintana Roo, 1946) como quien regresa a guarecerse de la intemperie de la noche. La relectura ha tenido matices de desorden visitando páginas al azar; los folios de un libro nodal que acusa ya su añosa patina; la indeleble huella de una era vicaria de no sé qué inaplazable futuro que necio, nunca termina de llegar. Sí, Serrat tiene razón: “mañana es siempre un adverbio de tiempo”.
Vigil, Mercedes, Oralia, Santoyo, Galio, Romelia, Pancho Corvo, Lautaro, Octavio Sala, Paloma, Esperanza Hope, Cassauranc, Antonia Ruelas y esa genuina voz que se da a la tarea de narrarnos emocional y pulcra, metódica y plena “la vida que” Carlos García Vigil, historiador metido a periodista –esto es, a historiador de lo inmediato— y que es voz y personaje entrañabilísimo “imaginó deseable a partir de la suya y que acaso la explica y la ilumina mejor que su más fiel relatoría. Hablo de su novela que es ahora la nuestra”.
Joven promesa de una generación de historiadores, Vigil, Carlos García Vigil, avanzó como nadie por los caminos de una saga norteña que habría de gobernar a la otra república –aquella donde Octavio Sala estaba llamado a ser una influyente voz— hasta el día que un nuevo padre fundador los defenestra.
Un país y una historia revisitados hoy desde la atalaya de un historiador, periodista y escritor a quien para abreviar llamamos Héctor Aguilar Camín (o en su caso @aguilarcamin) y quien nos regala la narración puntual de un improbable alter ego de Vigil, acaso una sustitución de la ausente figura paterna, que preside su vida y cuya opinión, según cuenta Oralia Ventura, tanto importaba a ese Carlos García Vigil de años febriles y textos rotundos.
Es también la historia novelada de un sueño libertario que se ahoga en la peor de las opciones; el viaje por las entrañas de un periódico cuyas páginas se llenaban de las mejores opiniones posibles de reunir en aquella República de papel, alhóndiga de productos que caducan en sí mismos al inevitable paso de las horas, ese presente inmediato y su natural consecuencia, esa “…forma suprema, vacía por excelencia, que es el periodismo” que efímero ahora, todavía se anida en el quiosco de la esquina esperando como quien nada espera ya, un hipotético comprador, un lector asiduo o desprevenido de esas páginas que condensan a primera hora la historia impresa del día que dejó de ser casi al momento mismo de serlo y que persisten –lo mismo el día, que el periódico y la historia— inútil, sordamente, sabiendo de antemano que esa persistencia es del todo improbable desde el mismo “minuto que pasa, como ahora”.
La guerra de Galio conjuga una lograda pirotecnia verbal con la líquida presencia de un tiempo inasible, perpetuado en los absolutos párrafos de una novela omniabarcante a la que todos sus lectores hemos vuelto más de una vez; deudores permanentes de una nueva lectura ya ordenada o bien a saltos de sus 590 páginas.
Vigil representa la ambiciosa encarnación de aquel que busca cambiar el mundo bajo el manto de Clío, la diosa de la historia; el que desecha los atajos incendiarios y que cree más en el ejercicio de una paciencia cercana a la figura del gigante que en sus hombros carga la bóveda celeste y desde las alturas más improbables acaso no ha dejado, como todos, de soñar.
La voz de Vigil, elocuente, total, plena e inteligente permea las páginas de La Guerra de Galio; a su alrededor gira el resto de los personajes y sólo en algunos momentos la voz de Octavio Sala alcanza a igualarlo en tanto que bajo su numen periodístico se rigen los destinos de La República de papel desde cuyo púlpito de diarista, Vigil ejerce su condición de historiador al que gobierna el olor de la tinta, el sonido ensordecedor por sinfónico de las rotativas, el apremio de la hora de cierre, el inevitable paso por bares y cafés; la cercanía de quien desde el poder quiere influir en la vida de La República en aras de alcanzar la gloria en la república del poder.
No hay trazo de vida periodística más logrado, más inútil en la medida de su propia infatuación y al mismo tiempo tan provechoso, como el vivido por Vigil en las páginas de La República y su sucesora, La Vanguardia. Tampoco ha existido jamás Numancia más férrea de una vocación que en su diario y fluyente leteo alcanza su más lograda consagración.
No hay, tampoco, retrato más literario de una vida que el logrado por Hector Aguilar Camín con Vigil, con Sala, con Mercedes, con Romelia, con Oralia o Pancho Corvo; con Paloma, el profesor Barrantes, Santoyo, Galio… La impronta de su imagen en el espejo de la relectura es una larga compañía lo mismo doliente que festiva a ratos; precisa o difuminada en otros; avasallante siempre.
He regresado a esta lectura, particularmente a su prólogo y al brinco desordenado por sus páginas más para entender que para la simple relectura. Un poco también para saber y otro poco para tratar de comprender. Ha sido un viaje novedoso, de la recuperación morosa de la textura de las calles, los monumentos; el gozo de saber que la vida sigue.